sábado, 10 de diciembre de 2016

Daniel

Se sorprendió al ver su reflejo en la pantalla del viejo televisor de la sala. Gracias a su curvatura la imagen del muchacho lucía distorsionada y un tanto graciosa. Hizo algunas muecas tontas hacia el televisor burlándose de sí mismo.
-¿Qué haces?-preguntó Carolina extendiéndole el vaso de agua.
-Nada, nada.-Sintió el calor en sus mejillas y supuso que éstas se ruborizaron de inmediato. Tomó el vaso y advirtió que éste estaba manchado por fuera de largos y gruesos dedos-. Gracias.
  Ella lo observó con picardía y echó su cabeza hacia atrás sonriendo disimuladamente. Se sentó en un mueble frente a él, y ahora se encontraban separados sólo por una mesa.
-Creo que le hacías muecas al televisor.
-No, para nada. Para nada.-Siempre tendía a repetir las frases cuando se ponía nervioso y esa tarde lo estaba y mucho.
  Carolina cruzó sus delgadas piernas, cogió el cenicero de la mesa, sacó un cigarrillo de su sostén y lo encendió con un yesquero que tenía escondido en la esquina del mueble.
-¿Puedo?
-Sí. Sí.
-Sí, lo sé, pero me gusta ser educada. Soy una chica muy educada, ¿sabes?-dijo sonriendo.
  Daniel le sonrió de vuelta pero los nervios lo estaban comiendo así que sospechó que su sonrisa no era del todo natural. Sentía rígida la mandíbula.
  Advirtió que las arrugas de la frente de ella se marcaban especialmente cuando sonreía. No era ninguna jovencita.
-¿Cuántos años tienes?
-Catorce.-Lo dijo avergonzado. Pasó el dorso de su brazo por su frente perlada.

-No te creo-le dijo sonriente echando su cabeza hacia atrás. Al hacer ella esto, Daniel se sintió aún más avergonzado y quiso salir corriendo de allí.
  Esta era la primera vez que la visitaba. Era una mujer solitaria, sin hijos ni mascotas. Le agradaba, ya que era una de los pocas inquilinas del edificio que lo saludaba cada vez que lo veía. Donde fuese. Daniel apreciaba a las personas simpáticas ya que en su casa no abundaban. Y sin duda, Carolina era una de ellas.
-¿Estudias?
-Sí. Tercer año-respondió con una voz temblorosa casi inaudible. Otro sorbo de agua.
-Bien.-Carolina expulsó el humo del cigarrillo hacia arriba formando una delgada y uniforme columna gris.
  Estaba ahí gracias a la insistencia de su madre en que ayudara a la señora Carolina con las bolsas del mercado. Aceptó con una sonrisa aunque por dentro se moría de rabia. No es que le desagradara ayudar a alguien sino era la certeza de lo torpe que se ponía frente a aquella mujer. Incluso había notado que sudaba exageradamente cuando estaba cerca de ella.
  El vaso de agua iba por la mitad y ya Daniel se había acostumbrado a las manchas de los dedos. Y es que no sólo era el vaso, todo en el apartamento parecía sucio o encapsulado en otro tiempo: el televisor era muy viejo, los muebles eran de un color ocre bastante feo y el piso tenía la cerámica vieja que muy pocos lugares del edificio aún conservaban y las gruesas cortinas impedían la entrada de alguna luz al lugar lo que lo hacía parecer más lúgubre aún.  
  Hubo un momento de silencio entre los dos en los que sólo se escucharon los sonidos típicos de la ciudad: cornetazos, gritos, motores. Daniel se sintió muy incómodo y pensó que aquel silencio significaba que ella quería que él se marchase y ya que tenía la costumbre de no devolver las cosas por la mitad, apuró el vaso de agua.
-Tenga. Muchas gracias-lo dijo enérgicamente y de un golpe se puso de pie.
-¿Te vas?
  La pregunta lo descolocó. ¿Acaso quería que se quedara?
-Sí. Tengo tarea.-Se secó el sudor de las manos en el pantalón-. También tengo examen.
-No te creo.-Expulsó de nuevo el humo del cigarrillo de la misma manera que lo había hecho hacía sólo un momento pero en esta ocasión la columna resultó amorfa.
  No sólo quería marcharse, quería correr, huir. Sin embargo, algo que él luego no supo explicar lo obligó a decir:
-Me puedo quedar un rato más.
  Carolina le sonrió, se levantó y se dirigió a un viejo tocadiscos. Daniel sólo había visto uno en toda su vida en casa de algún familiar lejano. Le parecía mágico que una aguja reprodujera la música tan nítidamente.
-¿Eso es un tocadiscos?
  Ella se volvió y le sonrió de manera afirmativa. Se agachó y buscó distraídamente el disco que quería. Cogió uno, se levantó, sacó el disco de su envoltorio y lo colocó cuidadosamente sobre el plato.
-Creo que te gustará. -Apagó el cigarrillo en el cenicero y se volvió hacia él-. Siéntate. No me gusta ver a la gente de pie. Me pone nerviosa-le dijo y partió a su habitación.
  Daniel se sentó y se cruzó de brazos. No sabía cómo actuar en aquella situación. Jamás en su vida se había sentido tan incómodo, jamás en su vida había estado a solas con una mujer que no fuera de su familia. Notó que las palmas de sus manos sudaban y las secó con fuerza sobre el pantalón. Pensó que el sudor era su punto débil, el que más lo avergonzaba.
-¿Y bien, te gusta?
  No mentiría si decía que le gustaba, así que asintió. Era una música que evocaba a una vida alegre, de playa y fiesta. O por lo menos de esta manera él la percibía.
-Es uno de mis discos favoritos.-Carolina empezó a tararear la canción y a bailar a su ritmo. Se mostraba tan libre y diferente al resto de personas que Daniel conocía que lo único que se le ocurrió fue sonreír-. ¿Te burlas de mí?
-No, no. Para nada-dijo negando con las manos y la cabeza.
  Carolina le sonrió, detuvo su baile y se volvió hacia el tocadiscos.
-Voy a poner otro disco. Uno más reciente. De hace sólo unos veinticinco años.-Daniel no entendió el sarcasmo del comentario y continuó observando el tocadiscos como si fuera éste quien le hablaba-. La luna llamando a Daniel, la luna llamando a Daniel, ¿me escuchas?
-La tierra-le dijo en voz baja. Ella hizo un gesto de que no había entendido lo último-. La tierra, se dice la tierra.
-Cierto, siempre confundo los refranes. Es una mala costumbre-le dijo mientras caminaba hacia la cocina.
  Por un instante, percibió como si el apartamento hubiera cambiado. Como si aquel ambiente lúgubre hubiera mutado en otra cosa, en algo mucho más agradable. No podía definir qué era.
  Como si se tratase de un musical, Carolina entró bailando en la sala justo en el instante que empezó la canción. Bailaba con tal libertad, que Daniel sospechó por un instante que ella se había olvidado que él estaba ahí. Sin embargo, Carolina se volvió hacia él y le estiró los brazos en señal de que quería que él bailase con ella. Negó con la cabeza pero ella le insistió con un gran puchero. Casi contra su voluntad, su cuerpo se levantó del mueble y dio uno, dos y tres pasos hacia ella. Ella lo recibió con una gran sonrisa, y le dijo:
-¿Sabes hacerlo?-Él negó con un gesto que delataba cierta vergüenza-. No importa. Yo te enseño.
  Carolina le enseñó donde debía colocar las manos y cómo debía mover los pies al ritmo de la música.
-Un, dos, tres. Un, dos, tres. Un, dos, tres…Es sencillo…Algo natural, Daniel, natural.
  Daniel asintió mientras se movía con cierta torpeza.
-Es una de las canciones más bellas que he escuchado en mi vida-le comentó Carolina observándole a los ojos-. Me trae recuerdos de una vida que no viví o no he vivido. No estoy muy segura.
  Aunque la canción era interpretada en otro idioma, él coincidía que su belleza era innegable. Su melodía junto a la voz del intérprete la convertían en algo realmente bello.
-Bailas muy bien, Daniel. Muy bien.
  Sabía que no lo hacía tan bien como ella le había dicho pero pensó que para ser principiante no debía hacerlo tan mal. Siempre había creído que bailar era una destreza corporal de algunos pocos, pero aquel día había descubierto que era completamente falso. Era ridículamente simple.
  La canción se detuvo y Carolina lo hizo también. Se dirigió al tocadiscos. De espaldas, le dijo a Daniel:
-Debo salir. Se me hace tarde.
  Por alguna razón Daniel se sintió avergonzado y se dirigió mecánicamente a la puerta del apartamento. Carolina se volvió y le observó detenidamente, él estaba con la cabeza gacha, de pie junto a la puerta.
-Puedes volver cuando quieras, Daniel.
  No supo que responderle y sólo asintió tímidamente.
-¿Te sucede algo?-le preguntó Carolina.
-No.
  Cuando él alzó la vista para completar la oración notó que Carolina ya se había marchado hacia su habitación. Abrió la puerta, salió y cerró cuidadosamente a sus espaldas.
  
 







viernes, 18 de noviembre de 2016

Boulevard

  Mónica no acostumbraba a esperar, le molestaba y le parecía francamente desagradable. Pero esa mañana era diferente, no esperaba a cualquiera, esperaba a su querido hermano menor.

  El clima era frío y la neblina dificultaba mucho ver a los transeúntes que bajaban y subían por el boulevard. Hacía mucho que no experimentaba una neblina tan densa y un frío tan intenso en Caracas.

  La ansiedad por el cigarrillo la obligaba a moverse de un pie al otro, como si  estuviera aguantando las ganas de orinar. Sin embargo, no quería fumar, ya que no conocía muy bien el temperamento de su hermano y de encontrarla fumando quizá diera vuelta sin ni siquiera asomarse. Y no quería que se fuera; lo extrañaba mucho.

  La posibilidad de encontrarse con un hombre barbudo y fuerte le dibujó una sonrisa tímida. Lo recordaba como un niño apenas saliendo del capullo de la infancia. Estaban por cumplirse diez años desde la última vez que se habían visto.

  Cada cierto tiempo venían grupos muy densos de personas que lentamente se dispersaban por las calles caraqueñas y esto a Mónica le pareció muy curioso. Luego recordó que a poco metros se encontraba la salida del metro y entonces todo tuvo sentido.

-Señorita, ¿me puede decir la hora?-le preguntó un hombre grande de afable sonrisa.

  Se quedó en una pieza ante la posibilidad de que fuera él pero todo se diluyó cuando se volvió. No podía haber cambiado tanto.

-Diez y veinte-contestó con un débil hilo de voz.

-¿Disculpe?

-Diez y veinte-repitió con un tono más firme.

  El hombre le dio las gracias con un gesto y siguió su camino.

  Dentro de aquella neblina absurda empezó a sentirse como en un sueño absurdo. Uno de esos sueños en los que nunca logras tu objetivo. Uno de esos sueños que comienzan bien para terminar en pesadilla.

  La espera había empezado hacía unas cuantas semanas. Primero él llamó y le dijo que iría a Caracas la primera semana de octubre por cuestiones de trabajo; Mónica recordaba levemente la palabra conferencia. Esperaba que le propusiera que se vieran pero esto no sucedió. Llegó la primera semana de octubre y él le comentó en una llamada que no iría, que lo haría dentro de quince días y en ese instante le dijo:

-Si quieres, nos podemos ver.

  Mónica le contestó que sí con un agudo grito y él río a través de la línea telefónica. Y allí estaba ella quince días después.

  Poco a poco la neblina se disipaba en el boulevard y esto lo vio como un buen augurio, como un augurio de que ya él llegaría. Sin embargo, el frío continuaba y tenía la piel de gallina. Su cuerpo nunca había sido muy bueno soportando bajas temperaturas.

  Para luchar contra el clima, le compró un cafecito a una señora que los vendía en una esquina. La señora, muy diligente, se lo sirvió en un pequeño vaso de plástico y el humo que éste desprendía le recordó a una pequeña chimenea. Pero ante el frío, el café le sentó de maravilla.  

-¿Cuánto es?-preguntó Mónica.

-Trescientos.

  Mientras buscaba torpemente en la cartera los trescientos bolívares, una voz clara y poco familiar le sorprendió con una sugerencia:

-Déjeme pagárselo.

  Aunque no estaba barbudo sí era muy diferente de cómo ella lo recordaba. Un hombre alto, mucho más que ella, delgado, pero no de una manera que disminuyera su físico sino de una manera atlética y una cabeza rapada que le daba autoridad por su semejanza con la de un militar, así era su hermano menor.

  Se abrazaron y ella sintió que él lo hacía con cierta distancia, cierta frialdad. Culpó al tiempo pasado y a la tierna edad en que se separaron y a todo lo acontecido.

-¿Y mamá?-preguntó él con un tono neutro mientras revolvía el azúcar en su taza.

-Bien. La última vez que la visité estaba bien.-Sonrió como si hubiera dicho un chiste que al parecer sólo ella entendió. Le dio un primer sorbo al café y le pareció que el de la señora de la esquina había estado mejor.

  La cafetería estaba colmada de clientes buscando algo caliente para el estomago. Al fondo se escuchaba un bullicio que se asemejaba a un zumbido de abejas. Sinceramente el ambiente del local no le agradaba mucho. No acostumbraba a frecuentar sitios de ese estilo.

-Esto no es fácil, Mónica. Tienes que entenderlo.-Lo dijo rápidamente como si hubiera tenido años queriendo hacerlo.  

-Lo sé-le contestó lenta y dolorosamente. Sintió como si su hermano habría acabado de introducir el dedo en una vieja herida que ambos compartían.

  Él le dio otro sorbo al café y ella advirtió que su rostro no transmitía emociones. Su boca hizo el movimiento inicial para pedirle perdón pero se contuvo, no era su tarea hacerlo. En su lugar, dijo:

-¿Y qué vamos a hacer hoy? Pensé que te gustaría ir al parque del este. Siempre te gusto ir-dijo sonriente como tratando de convencerse a sí misma que él no había dicho nada. Observó como él se revolvió en la silla y pasó ambas manos sobre su cabeza. No supo qué significaba aquel gesto. Con tristeza entendió lo poco que lo conocía; se empezaba a dibujar como un desconocido para Mónica.

  Afuera ya la neblina era cosa del pasado gracias a la llegada del sol de mediodía. Con esto, las calles de Sabana Grande empezaban a vibrar a su cotidiano ritmo. Sin embargo, el frío no dejaba de cesar totalmente y aún se podían observar personas abrigadas en demasía soplando las palmas de sus manos para generar un poco de calor con su aliento.

-No sé. No me parece buena idea. Ese lugar me trae malos recuerdos.

  Hubo un momento de silencio en el cual ella jamás se había sentido tan lejos de su hermano. Ni siquiera la observaba, se dedicaba a mirar hacia fuera con unos ojos tímidos que Mónica poco pudo descifrar.

  No sabía que decirle y sentía que un nudo en la garganta se acrecentaba a cada segundo. Empezó a creer que su hermano no era la persona que ella imaginaba, era como si hubiera mutado en otra cosa en el transcurso de los años. Siempre creyó que sería un hombre alegre y abierto tal y como era en su infancia. Pero aquel niño no tenía la complejidad de sentimientos que los hombres cargan a cuestas.

-¿Por qué no hiciste nada? ¿Por qué dejaste que todo aquello pasara? ¿Por qué, Mónica? ¿Por qué?-preguntó apresuradamente con los codos sobre la mesa y la frente apoyada en sus manos. Hacía mucho que no tocaba el café.

  Mónica se quedó muda. Finalmente dijo con un hilillo de voz apenas perceptible:

-No pude hacer nada. -Sabía que la respuesta era muy tonta pero fue lo único que se le ocurrió decir-. Era apenas una niña-completó.

-¿Apenas una niña? Tenías dieciséis años. No eras ninguna niña, Mónica. Podías haberme ayudado.

  Dolorosamente entendió que aquella reunión no era una cálida reunión familiar, era una desagradable cita para reclamar un pasado triste y reciente.  Lo que no entendía era por qué le reclamaba a ella y no a mamá.

-No es a mí a la que tienes que tratar así. Mamá es la responsable de todo.

-Yo sé que ella es la responsable de todo. ¿Me crees tan tonto? Sólo que de ella nunca he esperado nada bueno. De ti, sí. Siempre lo hice. Hasta aquel día.

  Él no había levantado los codos de la mesa. Mantenía la mirada fija en Mónica. Ella guardaba silencio.

  Jamás pensó que su hermanito le guardara rencor y el descubrimiento la hacía sufrir en lo más hondo de su ser. Su vida siempre había girado en torno a él, a su única verdadera familia. Ahora sentía una soledad gigantesca que le abarcaba el cuerpo entero como si de un repentino virus se tratara. 

-Creo que lo mejor es que me vaya-dijo Mónica con un rostro visiblemente afectado mientras recogía su bolso y abrigo.

-No quiero que te vayas. Quiero que me respondas.

-Ya te respondí.

  Empezó a caminar hacia la puerta y sintió como si sus piernas fallasen y no quisieran funcionar. Esperaba que él la llamara y se disculpase por su actitud pero aquello no sucedió ese día ni ningún otro. Muy dentro de sí sospechó que ese día sería el último día que vería a su hermano. Y no se equivocó.
  


  
 




viernes, 22 de julio de 2016

El Malo Más Malo

  Aunque él no lo creía, estaba preso. Y es que todo había sido tan rápido que su cerebro aún intentaba asimilar, digerir.
  Lo habían cogido con un poco más de lo que la ley permitía para uso personal. Nunca había sido bueno con los números y hoy aquello le pasaba factura.¿Cómo sabría que cinco jabones excedía el monto permitido para una persona?
  Por ser un delito más político que común era muy difícil que saliera de aquello en poco tiempo. Su abogado lo vio directamente a los ojos y con tristeza le dijo:
-No creo que salgas mañana o pasado.
    A pesar de todo, sentía la necesidad de luchar; así fuera contra un sistema.
  Su lucha empezó enviando tres cartas clandestinas a tres afamados periodistas que al igual que él no estaban de acuerdo con lo que sus dirigentes hacían. Sólo uno se atrevió a realizar un muy corto y superficial reportaje. Éste era vacío en detalles e incluso insinuaba la torpeza del muchacho por no sacar bien la cuenta de que cinco jabones excedían los 200 gramos reglamentados en la ley. Lo hacía ver como un tonto que quería mucho jabón. 
  Los días pasaban y desde su celda escuchaba los ruidos de la calle: las habladurías, los motores, las aves, las groserías; todo seguía adelante, nadie se preocupaba por vivir en un país donde la gente estaba presa por comprar jabón de más y no por robar o asesinar. Muchas veces se afligía por el repentino sentimiento de abandono, por sentirse solo contra un mundo despiadado que miraba a otra parte. 
  Su siguiente movimiento fue uno arriesgado. Le pidió a su madre, la única persona que religiosamente lo visitaba que introdujera en el edificio un papel en blanco y un marcador negro. El plan era escribir un mensaje y salir con éste al patio de visitas la semana siguiente. El mensaje era muy simple: YO NO SOY UN DELINCUENTE.
  Cada patada que recibía le dolía en el alma pero también le sabía a gloria. Sentía que por un momento había sido capaz de derrotar al sistema, de ponerlo en ridículo. Amargamente comprobó que las instituciones no son indestructibles.
  Por la gracia del mensaje lo metieron siete días en el calabozo. Era una celda muy pequeña, con poca ventilación y completamente oscura. Ahí pensó en todo lo bueno de su vida: su madre y su perro. También especuló con la posibilidad de salir antes de diciembre, pero aquello era tan difícil que lo borró velozmente de su mente. No la pondrían tan fácil.
  Al salir del calabozo se asombró por el peso que un ser humano puede perder en tan sólo siete días. El pantalón le bailaba y la franela parecía más bata que otra cosa. Pudo contar todas sus costillas y aquello le causó una risa nerviosa, como la de un soldado que se sabe perdido en batalla. Al verlo tan disminuido su madre rompió en un llanto lleno de rabia e impotencia; era como un grito ahogado.
  Lo cambiaron a una celda mucho más pequeña, aislada del resto. Se sentía como el mala conducta, el malo más malo de la penitenciaria. Empezaron a reducirle los alimentos y su cuerpo poco a poco empezó a cambiar.
  Siempre había comido poco gracias a la escasez, pero lo que ahora comía se parecía más al bocadillo que le das a un animal indefenso que a una ración decente para un adulto. La piel le empezó a colgar de los brazos y sus músculos ya eran recuerdo; sólo podía sentir sus huesos. Todo el día pensaba en comida.
  Debido a su aspecto y debilidad los directivos de la penitenciaria decidieron no sacarlo al patio, mucho menos el día de visitas. A su madre se lo negaban constantemente, le decían que eran nuevas políticas.
  Muchas veces, al escuchar los lejanos sonidos de la calle, creía estar afuera. Un día creyó estar en una playa de arena blanca y que el sol le daba justo en la cara. No había nadie en la playa, sólo el rítmico sonido de las olas; casi podía sentir el calor en su cuerpo.
  Entre sueño y sueño poco recordaba de su encarcelamiento y sus razones. Sólo se dejaba llevar por los recuerdos revividos. Las horas no eran horas, el tiempo se deformaba en su mente y ni siquiera lo notaba.
  Lentamente los sueños se fueron borrando junto a su cuerpo. Lentamente camino hacia la libertad.